El génesis: Rafael Romero, Guillermo Díaz, Marco Valerio Reyes, Edgar González y Julio Avendaño
Corría el 99 cuando, intentando camuflar el fracaso de mi fugaz paso por la Facultad de Química Farmacéutica, aterricé en la que sería mi nueva guarida estudiantil desde aquella fría tarde de finales de enero en adelante: el S4, aulas, patio, entrada y cafetería, de Humanidades, en la San Carlos. Además de una gorra echada para atrás, una mochila con un solo cuaderno y un portaminas, también traía (aún) algo de timidez y de ingenuidad propias, generalizando, de todo pueblerino. Sin embargo, ese carácter reservado y acaso desdeñoso respondía, tratándose de un muchacho precoz como yo, a una suerte de necesidad profiláctica, a un deseo más de conservación (incluso de auto-protección) que de lo que podría haber pensando de mí cualquiera de mis nuevos compañeros. En mis primeros contactos percibí cierto grado de superioridad en lo que a mí realmente me importaba: la literatura. Ellos habían leído más, habían escrito más, habían debatido más. Y ahí estaba yo, con mi rostro delgado e imberbe, y mi silencio acompañado de asentimientos y sonrisas condescendientes. Los primeros meses, reconozco, fueron un poco ásperos. Me irritaba con frecuencia la manía que tenían de discutirlo todo, de cuestionarlo todo. No soportaba el hecho de que para argumentar algo tuvieran que levantar el tono de voz, de imponerse. Para mí eso sobrepasaba el límite, era una especie de ataque indirecto, de humillación solapada. Mis intervenciones, por lo mismo, eran realmente escasas. Llevaba todas las de perder y tampoco quería entrar al ruedo, ¿a qué? Observaba, escuchaba, analizaba y volvía, todas las noches, con la cabeza llena de información y detalles a la casa de mis padres en Jocotenango. Intentaba asimilar, sopesar esto y desechaba lo otro. Sin complicarme tanto. Mis prioridades eran otras: afianzar mi hábito por la lectura, esbozar e idear mis primeros textos, mentalizarme de que todo lo que sucedía a mi alrededor no tenía por qué afectarme directamente, que yo debía tener la última palabra al respecto. Encerrado en mi cuarto, con libros, papeles y una buena columna de casetes y cds a mi disposición, me protegía y escapaba.
Con el paso de los meses, el panorama se tornó propicio. El trato diario hizo que nos fuésemos amoldando, que buscáramos, por encima de todo, más puntos en común y menos diferencias. Al menos, ése fue mi caso. El círculo de "elegidos" se fue configurando: cinco, el núcleo; dos o tres más, en la órbita. Nosóstromos, como habría de bautizarlo uno de ellos. El éxito de aquella pequeña e infranqueable cuadrilla, más allá de las consabidas aficiones y los intereses generales en común (libros, escritores, películas, filosofía, música, arte, etc.), residió en partir precisamente de aquello en lo que comulgábamos para generar conexiones a otro nivel, a un nivel más profundo y independientemente de nuestras personalidades, de nuestra forma de ser, de nuestros años recorridos. Logramos una admirable facilidad para encajar entre nosotros, de compenetrarnos, con espontaneidad (acaso necesidad), sin poses ni imposturas. Había correspondencia puesto que, sin llegar a decirlo, estábamos dejando a un lado nuestro conato de identidad en pos del bienestar y de la convivencia (desde un punto de vista muy particular, imposible de describir con palabras) del grupo. No digo que fuésemos diáfanos. Sé que todos teníamos una faceta privada y hermética que cuidábamos como a un tesoro y que, durante los años que compartimos juntos, no fue menester ni siquiera cuestionar, y menos profanar. El humor, fundamentado siempre en el ingenio al servicio de lo jocoso, acompañado de toques irónicos, sarcásticos y hasta hirientes, sin duda, era el motor que nos mantenía activos y "amenizados" durante nuestras tardes universitarias, veladas caseras y salidas nocturnas, de prolongadas duraciones casi todas. También hubo café, tabaco, vino, cerveza, ron, almuerzos, viajes, juegos de mesa, inventos, excesos, discusiones, etcétera. Y hubo también gente a nuestro alrededor con la que, como grupo o individualmente, compartimos. Sin embargo, me atrevo a afirmar, pecando quizás de soberbia, Nosóstromos era Nosóstromos. Había algo que acaba por repeler a quien no tuviera la capacidad no sólo de adaptarse a nuestra manera de comportarnos sino de proponer algo (no fingido) que supusiera un peaje permanente de comunión y convivencia.
Quizás confunda un poco al lector al referir en pretérito simple esta especie de crónica anecdótica de una de las etapas más importantes de mi vida y dé pie a que piense que se trata de una etapa muerta, caduca, terminada. Sí y no; es decir, tuvo un principio y un fin circunstancial: los años universitarios, pero la amistad, a pesar de ése y otros factores, sigue vigente. (En mi caso, es algo que necesito visualizar de vez en cuando para sentirme cerca; por la distancia, claro). ¿Y por qué cuento esto? Tomando en cuenta los muchos fallos que mancillan y cuestionan, en pleno siglo XXI, el proceso de comunicación, creí adecuado ejemplificar con hechos propios lo que para mí fue un modelo de comunicación si no perfecto, cercano a serlo. Nos encontrábamos cuando teníamos que encontrarnos y nos comportábamos según lo exigía el momento, empleando un lenguaje, unos gestos y unos signos modificados de tal manera que fueran comprensibles y válidos para nuestros intereses como individuos dentro del grupo. Lo importante no era decir o hablar, era transmitir, generar. Así, creamos una atmósfera funcional y perdurable para nuestros intereses de convivencia. No quiero pecar de exclusividad. Sé muy bien que éramos un grupo más dentro de todo el conglomerado de grupos estudiantiles. Pero teníamos personalidad y la comunicación funcionaba porque se lograba a nuestra manera, alejándonos siempre de los clichés y de lo previsible. Estudiábamos letras sí, ¿pero por eso teníamos que hablar todo el día de literatura? Insisto, todo lo que cualquiera que no se relacionara con nosotros diera por hecho, suponía, casi siempre, un error o una malinterpretación. Aquello que por defecto, tradición o costumbre debía emplearse para determinar lo que éramos, era desplazado hacia un plano inferior. El hecho de "ser esto" o "ser lo otro", o de definirnos mediante algo que no éramos o que quizás ansiábamos ser, no nos preocupaba en lo absoluto.
Once años después de habernos conocido, y más que un mero ejemplo de algo que siempre me ha preocupado: la comunicación, el hecho de revivir en mi mente la esencia de Nosóstromos supone brindarme una buena dosis de redención con el pasado y de nostalgia, supone volver a valorar, o más bien, no olvidarme de eso: de valorar las tantas anécdotas, los grandes momentos vividos, lo que me hace ser lo que soy, aquellos y el tiempo.
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