Otoño. Septiembre está a punto de despedirse. Estamos en 1921. Un joven tímido y delgado se instala en la Residencia de Estudiantes de Madrid, lejos de su natal Figueras. Su aspecto no deja indiferente a nadie. En el patio. ¿Y éste? Pepín lo observa desde el balcón. La palabra «estrambótico» se le viene a la cabeza. En la habitación lo comenta con Federico, a quien acaban de publicarle Poema del cante jondo, noticia que alegra a todos, pero en especial a Luis, otro de los residentes, quien ve en su amigo poeta una salida para entender sus sueños: una navaja seccionando un ojo, el último. Y a Rafael, gaditano, también poeta, que está de visita. Los días pasan y en la Residencia algo huele a choque de planetas, a accidente inevitable. Todo parece premeditado, a la espera de que suceda. Humo en los pasillos. Algo se cuece. Diógenes acumula versos, pincelazos, ideas, proclamas y sueños dentro de un caldero y no se cansa de condimentarlos, sacarlos, volverlos a meter, repitiendo la operación y siempre agregando más, uno más, otro. Entonces sucede. Federico y Luis saludan al recién llegado con una reverencia, guardando las distancias, en el patio. Y sonríen. Esa especie de trinomio cuadrado perfecto, arropado por otros muchos «exponentes», recalará como un tsunami en la cultura española modificando el pensamiento y la forma de concebir el arte y la literatura del siglo XX. A la Generación del 98 le precederá otra.
Época fría. Padre e hijo ven las noticias una noche de enero. Guatemala. Estamos en 1989. La muerte de un peculiar pintor de exótico bigote salta a la pantalla hasta los ojos del niño de diez años y la imagen de El Cristo de San Juan de la Cruz se graba en sus retinas. A mediados de 1998 el ahora joven invierte un par de mañanas en la biblioteca de la Universidad de San Carlos para «devorar» un voluminoso libro a todo color lleno de objetos blandos, escenas imposibles, imágenes oníricas, grotesco manierismo y textos sugerentes. Es la obra completa del pintor del que su padre, aquella noche de enero, dijo algo como… «era genial, pero estaba un poco loco». Ese nuevo universo cautiva al joven de la misma manera que lo habían hecho ya las lecturas de Vallejo, de Lión, Cardoza y Cortázar. Ese mismo año, contradiciendo la idea original de apostar por una carrera universitaria rentable, por decirlo de algún modo, el joven decide cambiar de facultad y matricularse en Humanidades, para estudiar Letras. Allí, Llanto por Ignacio Sánchez Mejía cae en sus manos. Lunas. Toros. Allí, conoce a Federico, a Rafael, a Luis, a los demás amigos del pintor. Allí sabe por qué en 1927, en el Ateneo de Sevilla, homenajeando al padre del culteranismo, surge la llamada Generación del 27. Allí sabe que los amigos del pintor forman parte de ella y que no son otros más que Lorca, Alberti y Buñuel. Hay una mezcla de imágenes de Fuente Vaqueros, con su Paseo de la Reina y su Cristo de la Victoria; de Cádiz, con su puerto de Santa María y su pescaíto; de Calanda, con sus cofradías, su Semana Santa y sus melocotones.
Primavera. Estamos en el 2006. La sangre es la sangre. Acudir en su llamado es tan vital como los libros. El mismo joven de hace ocho años, ahora lejos de su Jocotenango natal y de su Antigua Guatemala. Un primo. Visitarlo. Un largo viaje desde Madrid hasta Barcelona. De ahí, otro más hasta Gerona. De pronto se encuentra en la Bahía de Port Lligat, muy cerca de un pueblo pesquero llamado Cadaqués. Hay sol, pero no hace calor. Es un día fresco con un azul pulcro en el cielo. La playa. Es abril y lo que ahora el joven contempla es la casa del pintor, del amigo de Lorca, del dandi propaganda-dadaísta, del primer hippie victoriano, del chaval anárquico, del viejo monárquico, del expulsado de la Residencia, del co-guionista de Un chien andalou, del arlequín que se paseaba con una guacamaya en el hombro, del creador del método paranoico-crítico, del colaborador de Hitchcock y de Disney, del artífice de frases como «A la edad de seis años quería ser cocinero y a los siete quería ser Napoleón, desde entonces, mi vanidad no ha dejado de crecer» y «el Surrealismo soy yo», de quien encontró en Guillermo Tell la explicación a sus traumas sexo-filio-paternales, del sucesor de Llull y Gaudí, del ilustrador de Les chants de Maldoror, del autor de La persistencia de la memoria (en donde se derrite el tiempo), de quien una noche habría de robarle la esposa a Éluard, poeta amigo, y traerla hasta aquí en una barca que aún lleva su nombre: Gala.
Una construcción sola, aislada, de blancos y altos muros con árboles de copas delgadas a los lados y esculturas en el techo. El joven entró y se sintió como un topo. Como una alimaña con el olfato encendido, hormonalmente endiablado, dispuesto a recorrer cada rincón de cada habitación y de cada pasillo. Un oso a escala natural le da la bienvenida ofreciéndole abalorios. Había búhos disecados, cisnes, esculturas griegas, vasijas, cuadros, altares, espejos cóncavos, fotos, recipientes repletos de bastones. Y así empezó un recorrido procesional siendo objetivo de objetos dispersos —como en las tiendas de antigüedades—, que en realidad eran como espectadores. Entonces supo que la estética decorativa del pintor sólo se podía definir pensando en misceláneas. La apoteosis de lo ecléctico. Supo que el pintor pintaba sentado y que dejó un cuadro sin terminar cuando se fue de este mundo. Supo que Gala estaba en todas partes, retratada, omnipresente, pero que no compartían cama. Supo que cada vez que el pintor abría un ojo, al amanecer, un espejo reflejaba el mar a través de una ventana que daba al mar y que parecía haber sido construida sólo con ese propósito. Supo que había un grillo encerrado en una pequeña jaula y que no era un canario. El Salón Amarillo, con su enorme caracol en la mesa del centro. La Sala Oval, con sus asientos de fieltro aterciopelado, para las visitas de más cachet, que no fueron pocas. El Comedor de Verano, con su cabeza de rinoceronte, alada. En conjunto, era como estar en un gran laberinto predispuesto para tareas de vivisección y de furor mental; para la elaboración de algún collage.
Y de pronto el patio con su piscina, sus jardines individuales en forma de tazas, sus asientos decorados con motivos erótico-automovilísticos (labios carnosos en tono rosa, llantas de Pirelli, el hombre Michelín), sus esculturas camaleónicas, su suelo de gravilla y su trono-altar al fondo. Entonces el joven se olvidó de que iba acompañado, de que había más visitantes y quiso… sentir. Sentir el lugar. Sentirlo. Entonces pensó en Federico y vio que era la una inmensa luna, blanca como un huevo, poblada con espesas cejas, iluminando senderos difusos. Granada, Madrid, New York. Entonces el pintor apareció, sentado en su trono, y fue hacia su amigo y se pasearon por el patio, tomados del brazo, llevando erizos y merluzas en sus cabezas. Y al lado del joven, sentando en un taburete en forma de madera carcomida por termitas, estaba Luis, con sus ojos profundos de hermoso anfibio, perennes, circulares, carentes de película, esmerándose en captar la elegancia de los paseantes, la poesía efervescente de sus cuerpos, el ámbar que los envolvía. Su cámara era una cajita de música. Entonces el joven se sintió, por primera vez, parte de algo. Algo que estaba sucediendo. En alguna parte, quizás cerca, un asno se estaba pudriendo. Las hormigas emergían en racimos. El cielo se estaba estrechando, mutando de piel, descascarándose. Cerca, todo tan cerca. El pintor alzaba su bastón y daba vueltas, como una perinola. Las cinco de la tarde. El show había terminado. El joven, de nombre Rafael Romero, se despidió del pintor imitando el rumor de una ola recién nacida. El pintor, llamado Salvador Dalí, huyó en silencio.
* Texto aparecido en Revista Luna Park, No. 27. Guatemala, Octubre de 2009
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