19.12.10

NOSÓSTROMOS: SINFONÍA DE LA COMUNICACIÓN PLUSCUAMPERFECTA

El génesis: Rafael Romero, Guillermo Díaz, Marco Valerio Reyes, Edgar González y Julio Avendaño

Corría el 99 cuando, intentando camuflar el fracaso de mi fugaz paso por la Facultad de Química Farmacéutica, aterricé en la que sería mi nueva guarida estudiantil desde aquella fría tarde de finales de enero en adelante: el S4, aulas, patio, entrada y cafetería, de Humanidades, en la San Carlos. Además de una gorra echada para atrás, una mochila con un solo cuaderno y un portaminas, también traía (aún) algo de timidez y de ingenuidad propias, generalizando, de todo pueblerino. Sin embargo, ese carácter reservado y acaso desdeñoso respondía, tratándose de un muchacho precoz como yo, a una suerte de necesidad profiláctica, a un deseo más de conservación (incluso de auto-protección) que de lo que podría haber pensando de mí cualquiera de mis nuevos compañeros. En mis primeros contactos percibí cierto grado de superioridad en lo que a mí realmente me importaba: la literatura. Ellos habían leído más, habían escrito más, habían debatido más. Y ahí estaba yo, con mi rostro delgado e imberbe, y mi silencio acompañado de asentimientos y sonrisas condescendientes. Los primeros meses, reconozco, fueron un poco ásperos. Me irritaba con frecuencia la manía que tenían de discutirlo todo, de cuestionarlo todo. No soportaba el hecho de que para argumentar algo tuvieran que levantar el tono de voz, de imponerse. Para mí eso sobrepasaba el límite, era una especie de ataque indirecto, de humillación solapada. Mis intervenciones, por lo mismo, eran realmente escasas. Llevaba todas las de perder y tampoco quería entrar al ruedo, ¿a qué? Observaba, escuchaba, analizaba y volvía, todas las noches, con la cabeza llena de información y detalles a la casa de mis padres en Jocotenango. Intentaba asimilar, sopesar esto y desechaba lo otro. Sin complicarme tanto. Mis prioridades eran otras: afianzar mi hábito por la lectura, esbozar e idear mis primeros textos, mentalizarme de que todo lo que sucedía a mi alrededor no tenía por qué afectarme directamente, que yo debía tener la última palabra al respecto. Encerrado en mi cuarto, con libros, papeles y una buena columna de casetes y cds a mi disposición, me protegía y escapaba.


Con el paso de los meses, el panorama se tornó propicio. El trato diario hizo que nos fuésemos amoldando, que buscáramos, por encima de todo, más puntos en común y menos diferencias. Al menos, ése fue mi caso. El círculo de "elegidos" se fue configurando: cinco, el núcleo; dos o tres más, en la órbita. Nosóstromos, como habría de bautizarlo uno de ellos. El éxito de aquella pequeña e infranqueable cuadrilla, más allá de las consabidas aficiones y los intereses generales en común (libros, escritores, películas, filosofía, música, arte, etc.), residió en partir precisamente de aquello en lo que comulgábamos para generar conexiones a otro nivel, a un nivel más profundo y independientemente de nuestras personalidades, de nuestra forma de ser, de nuestros años recorridos. Logramos una admirable facilidad para encajar entre nosotros, de compenetrarnos, con espontaneidad (acaso necesidad), sin poses ni imposturas. Había correspondencia puesto que, sin llegar a decirlo, estábamos dejando a un lado nuestro conato de identidad en pos del bienestar y de la convivencia (desde un punto de vista muy particular, imposible de describir con palabras) del grupo. No digo que fuésemos diáfanos. Sé que todos teníamos una faceta privada y hermética que cuidábamos como a un tesoro y que, durante los años que compartimos juntos, no fue menester ni siquiera cuestionar, y menos profanar. El humor, fundamentado siempre en el ingenio al servicio de lo jocoso, acompañado de toques irónicos, sarcásticos y hasta hirientes, sin duda, era el motor que nos mantenía activos y "amenizados" durante nuestras tardes universitarias, veladas caseras y salidas nocturnas, de prolongadas duraciones casi todas. También hubo café, tabaco, vino, cerveza, ron, almuerzos, viajes, juegos de mesa, inventos, excesos, discusiones, etcétera. Y hubo también gente a nuestro alrededor con la que, como grupo o individualmente, compartimos. Sin embargo, me atrevo a afirmar, pecando quizás de soberbia, Nosóstromos era Nosóstromos. Había algo que acaba por repeler a quien no tuviera la capacidad no sólo de adaptarse a nuestra manera de comportarnos sino de proponer algo (no fingido) que supusiera un peaje permanente de comunión y convivencia.


Quizás confunda un poco al lector al referir en pretérito simple esta especie de crónica anecdótica de una de las etapas más importantes de mi vida y dé pie a que piense que se trata de una etapa muerta, caduca, terminada. Sí y no; es decir, tuvo un principio y un fin circunstancial: los años universitarios, pero la amistad, a pesar de ése y otros factores, sigue vigente. (En mi caso, es algo que necesito visualizar de vez en cuando para sentirme cerca; por la distancia, claro). ¿Y por qué cuento esto? Tomando en cuenta los muchos fallos que mancillan y cuestionan, en pleno siglo XXI, el proceso de comunicación, creí adecuado ejemplificar con hechos propios lo que para mí fue un modelo de comunicación si no perfecto, cercano a serlo. Nos encontrábamos cuando teníamos que encontrarnos y nos comportábamos según lo exigía el momento, empleando un lenguaje, unos gestos y unos signos modificados de tal manera que fueran comprensibles y válidos para nuestros intereses como individuos dentro del grupo. Lo importante no era decir o hablar, era transmitir, generar. Así, creamos una atmósfera funcional y perdurable para nuestros intereses de convivencia. No quiero pecar de exclusividad. Sé muy bien que éramos un grupo más dentro de todo el conglomerado de grupos estudiantiles. Pero teníamos personalidad y la comunicación funcionaba porque se lograba a nuestra manera, alejándonos siempre de los clichés y de lo previsible. Estudiábamos letras sí, ¿pero por eso teníamos que hablar todo el día de literatura? Insisto, todo lo que cualquiera que no se relacionara con nosotros diera por hecho, suponía, casi siempre, un error o una malinterpretación. Aquello que por defecto, tradición o costumbre debía emplearse para determinar lo que éramos, era desplazado hacia un plano inferior. El hecho de "ser esto" o "ser lo otro", o de definirnos mediante algo que no éramos o que quizás ansiábamos ser, no nos preocupaba en lo absoluto.


Once años después de habernos conocido, y más que un mero ejemplo de algo que siempre me ha preocupado: la comunicación, el hecho de revivir en mi mente la esencia de Nosóstromos supone brindarme una buena dosis de redención con el pasado y de nostalgia, supone volver a valorar, o más bien, no olvidarme de eso: de valorar las tantas anécdotas, los grandes momentos vividos, lo que me hace ser lo que soy, aquellos y el tiempo. 

16.10.10

EL DESTINO DE UN CARACOL ES LLEGAR A VIAJAR DENTRO DE SÍ MISMO (ASÍ NACEN LAS OLAS)


Otoño. Septiembre está a punto de despedirse. Estamos en 1921. Un joven tímido y delgado se instala en la Residencia de Estudiantes de Madrid, lejos de su natal Figueras. Su aspecto no deja indiferente a nadie. En el patio. ¿Y éste? Pepín lo observa desde el balcón. La palabra «estrambótico» se le viene a la cabeza. En la habitación lo comenta con Federico, a quien acaban de publicarle Poema del cante jondo, noticia que alegra a todos, pero en especial a Luis, otro de los residentes, quien ve en su amigo poeta una salida para entender sus sueños: una navaja seccionando un ojo, el último. Y a Rafael, gaditano, también poeta, que está de visita. Los días pasan y en la Residencia algo huele a choque de planetas, a accidente inevitable. Todo parece premeditado, a la espera de que suceda. Humo en los pasillos. Algo se cuece. Diógenes acumula versos, pincelazos, ideas, proclamas y sueños dentro de un caldero y no se cansa de condimentarlos, sacarlos, volverlos a meter, repitiendo la operación y siempre agregando más, uno más, otro. Entonces sucede. Federico y Luis saludan al recién llegado con una reverencia, guardando las distancias, en el patio. Y sonríen. Esa especie de trinomio cuadrado perfecto, arropado por otros muchos «exponentes», recalará como un tsunami en la cultura española modificando el pensamiento y la forma de concebir el arte y la literatura del siglo XX. A la Generación del 98 le precederá otra.


Época fría. Padre e hijo ven las noticias una noche de enero. Guatemala. Estamos en 1989. La muerte de un peculiar pintor de exótico bigote salta a la pantalla hasta los ojos del niño de diez años y la imagen de El Cristo de San Juan de la Cruz se graba en sus retinas. A mediados de 1998 el ahora joven invierte un par de mañanas en la biblioteca de la Universidad de San Carlos para «devorar» un voluminoso libro a todo color lleno de objetos blandos, escenas imposibles, imágenes oníricas, grotesco manierismo y textos sugerentes. Es la obra completa del pintor del que su padre, aquella noche de enero, dijo algo como… «era genial, pero estaba un poco loco». Ese nuevo universo cautiva al joven de la misma manera que lo habían hecho ya las lecturas de Vallejo, de Lión, Cardoza y Cortázar. Ese mismo año, contradiciendo la idea original de apostar por una carrera universitaria rentable, por decirlo de algún modo, el joven decide cambiar de facultad y matricularse en Humanidades, para estudiar Letras. Allí, Llanto por Ignacio Sánchez Mejía cae en sus manos. Lunas. Toros. Allí, conoce a Federico, a Rafael, a Luis, a los demás amigos del pintor. Allí sabe por qué en 1927, en el Ateneo de Sevilla, homenajeando al padre del culteranismo, surge la llamada Generación del 27. Allí sabe que los amigos del pintor forman parte de ella y que no son otros más que Lorca, Alberti y Buñuel. Hay una mezcla de imágenes de Fuente Vaqueros, con su Paseo de la Reina y su Cristo de la Victoria; de Cádiz, con su puerto de Santa María y su pescaíto; de Calanda, con sus cofradías, su Semana Santa y sus melocotones.


Primavera. Estamos en el 2006. La sangre es la sangre. Acudir en su llamado es tan vital como los libros. El mismo joven de hace ocho años, ahora lejos de su Jocotenango natal y de su Antigua Guatemala. Un primo. Visitarlo. Un largo viaje desde Madrid hasta Barcelona. De ahí, otro más hasta Gerona. De pronto se encuentra en la Bahía de Port Lligat, muy cerca de un pueblo pesquero llamado Cadaqués. Hay sol, pero no hace calor. Es un día fresco con un azul pulcro en el cielo. La playa. Es abril y lo que ahora el joven contempla es la casa del pintor, del amigo de Lorca, del dandi propaganda-dadaísta, del primer hippie victoriano, del chaval anárquico, del viejo monárquico, del expulsado de la Residencia, del co-guionista de Un chien andalou, del arlequín que se paseaba con una guacamaya en el hombro, del creador del método paranoico-crítico, del colaborador de Hitchcock y de Disney, del artífice de frases como «A la edad de seis años quería ser cocinero y a los siete quería ser Napoleón, desde entonces, mi vanidad no ha dejado de crecer» y «el Surrealismo soy yo», de quien encontró en Guillermo Tell la explicación a sus traumas sexo-filio-paternales, del sucesor de Llull y Gaudí, del ilustrador de Les chants de Maldoror, del autor de La persistencia de la memoria (en donde se derrite el tiempo), de quien una noche habría de robarle la esposa a Éluard, poeta amigo, y traerla hasta aquí en una barca que aún lleva su nombre: Gala.


Una construcción sola, aislada, de blancos y altos muros con árboles de copas delgadas a los lados y esculturas en el techo. El joven entró y se sintió como un topo. Como una alimaña con el olfato encendido, hormonalmente endiablado, dispuesto a recorrer cada rincón de cada habitación y de cada pasillo. Un oso a escala natural le da la bienvenida ofreciéndole abalorios. Había búhos disecados, cisnes, esculturas griegas, vasijas, cuadros, altares, espejos cóncavos, fotos, recipientes repletos de bastones. Y así empezó un recorrido procesional siendo objetivo de objetos dispersos —como en las tiendas de antigüedades—, que en realidad eran como espectadores. Entonces supo que la estética decorativa del pintor sólo se podía definir pensando en misceláneas. La apoteosis de lo ecléctico. Supo que el pintor pintaba sentado y que dejó un cuadro sin terminar cuando se fue de este mundo. Supo que Gala estaba en todas partes, retratada, omnipresente, pero que no compartían cama. Supo que cada vez que el pintor abría un ojo, al amanecer, un espejo reflejaba el mar a través de una ventana que daba al mar y que parecía haber sido construida sólo con ese propósito. Supo que había un grillo encerrado en una pequeña jaula y que no era un canario. El Salón Amarillo, con su enorme caracol en la mesa del centro. La Sala Oval, con sus asientos de fieltro aterciopelado, para las visitas de más cachet, que no fueron pocas. El Comedor de Verano, con su cabeza de rinoceronte, alada. En conjunto, era como estar en un gran laberinto predispuesto para tareas de vivisección y de furor mental; para la elaboración de algún collage.


Y de pronto el patio con su piscina, sus jardines individuales en forma de tazas, sus asientos decorados con motivos erótico-automovilísticos (labios carnosos en tono rosa, llantas de Pirelli, el hombre Michelín), sus esculturas camaleónicas, su suelo de gravilla y su trono-altar al fondo. Entonces el joven se olvidó de que iba acompañado, de que había más visitantes y quiso… sentir. Sentir el lugar. Sentirlo. Entonces pensó en Federico y vio que era la una inmensa luna, blanca como un huevo, poblada con espesas cejas, iluminando senderos difusos. Granada, Madrid, New York. Entonces el pintor apareció, sentado en su trono, y fue hacia su amigo y se pasearon por el patio, tomados del brazo, llevando erizos y merluzas en sus cabezas. Y al lado del joven, sentando en un taburete en forma de madera carcomida por termitas, estaba Luis, con sus ojos profundos de hermoso anfibio, perennes, circulares, carentes de película, esmerándose en captar la elegancia de los paseantes, la poesía efervescente de sus cuerpos, el ámbar que los envolvía. Su cámara era una cajita de música. Entonces el joven se sintió, por primera vez, parte de algo. Algo que estaba sucediendo. En alguna parte, quizás cerca, un asno se estaba pudriendo. Las hormigas emergían en racimos. El cielo se estaba estrechando, mutando de piel, descascarándose. Cerca, todo tan cerca. El pintor alzaba su bastón y daba vueltas, como una perinola. Las cinco de la tarde. El show había terminado. El joven, de nombre Rafael Romero, se despidió del pintor imitando el rumor de una ola recién nacida. El pintor, llamado Salvador Dalí, huyó en silencio.



* Texto aparecido en Revista Luna Park, No. 27. Guatemala, Octubre de 2009

11.9.10

LOS PATOJOS: HERVIDERO DE NIÑEZ PLENA, NÚCLEO DE VIDA

Juan Pablo Romero Fuentes - Thomas Conor Powell: tándem inicial

Hubo una época entre el fin de mi adolescencia y los primeros años de mi juventud en la que desarrollé —y dictaminé tajantemente— la idea de que ciertas situaciones en la vida son simple y sencillamente irremediables. Nada sorprendente para alguien que siempre ha visto a Guatemala como un país sin salidas, oprimido y azotado. Irremediables, decía, pero no tanto en el sentido de que no se puedan evitar sino más bien porque no tienen arreglo, porque carecen de compostura. Educación primitiva, caminos torcidos, naturalezas defectuosas, gobiernos incompetentes, conductas salvajes, cimientos rotos, parentescos echados a perder, indignantes desigualdades, futuros sin futuro, en fin, pudrición de masas, canibalismo cotidiano, indiferencia. Además de esta suerte de perspectiva pesimista, de la que aún quedan rescoldos vivos, solía cuestionarme el hecho de que, pese a la evidente y deplorable calidad de vida de un altísimo porcentaje de guatemaltecos, sumidos en una atmósfera infectada y rebosante de apabullantes contrastes, nuestras madres seguían procreando sin ningún tipo de control aparente. No lo podía entender. O quizás sí, pero las explicaciones que circulaban a mi alrededor más que parecerme cuestionables, e incluso risiblemente folclóricas, me entristecían, me indignaban. ¿A qué venían estos niños al mundo? ¿A pasar penas, hambre, abusos, pobreza? ¿A estrellarse con un muro con frases pintadas de tipo: no hay oportunidades para vos; sin dinero no sos nadie; trabajá patojito cerote; no hablés, hacé caso y punto; así es la vida, mijo? ¿Qué necesidad había? Culpaba a los preceptos religiosos, a la ingenuidad, a la ignorancia. ¡Culpaba a APROFAM, incluso! Sin embargo, mi molestia se quedaba en eso: en un concepto más de mis reflexiones, en meras palabras, en una reacción rebelde e iconoclasta.


Con el paso de los años, mi inconformismo se ha ido apaciguando un poco y he ido viendo con otros ojos la realidad de mi país. Cada día es una mini-lucha personal por entenderlo, por aceptarlo, por congraciarme con él y con su gente. Estoy lejos, lo sé. Sin embargo, hay algo que me roba la atención, coincidentemente desde que decidí mudarme a España. Hace cuatro años empezó a germinar una semilla, un pequeño brote, en Jocotenango (Sacatepéquez). Un esfuerzo que ha logrado refrescar mi visión sobre el ser humano, que ha logrado esperanzarme. Un gran esfuerzo para ir lidiando con esas situaciones irremediables que antes mencionaba, con esas causas perdidas. Su nombre: LOS PATOJOS, su misión: EDUCAR, su razón de ser: LA NIÑEZ, su estrategia: LA ACCIÓN, su fundador: JUAN PABLO ROMERO FUENTES. Sí, mi hermano. Mi hermano menor. Y no es por eso que precisamente el proyecto, que ya es una realidad, me parece audaz, vital y determinante no sólo para la comunidad, sino para la sociedad en la que vivimos. Quienes saben lo que significa, quienes viven el día a día, quienes son testigos directos de la labor que se lleva a cabo en mi otrora casa, coincidirán conmigo en que no hace falta adoptar un discurso afectado y vanaglorioso, en que esto no se trata de lazos familiares ni de camaradería. El proyecto tiene voz propia y las acciones hablan por sí solas. Nada hay nada en estos párrafos que se aleje de la realidad y que pretenda magnificar por magnificar, hacer alarde, elogiar sin fundamentos. Mi intención no es ésa, créanme. El amor fraternal es indiscutible, está claro, pero es menester que esta vez mi camino lo trace, en la medida de lo posible, desde lo objetivo. No puedo evitar, eso sí, sacar a colación la valentía, la tenacidad, la determinación, la entrega, las energías y la voluntad de Juan Pablo Romero y de quienes le acompañan en este viaje. Lo veo y sé que estoy frente a una actitud realmente loable. Es así. Ya no más quejas ni lamentaciones, suficiente de despotricar contra la sociedad y el sistema, adiós a cruzar los brazos y sentarse a contemplar desastres, ese Gobierno mesiánico no vendrá, no existe. El modelo de Los Patojos prescinde de la pasividad y las palabras, y se vuelca en poner en marcha la máquina, en activar lo que estaba dormido, en rescatar, en HACER ALGO.


Desde el entendimiento de las carencias que sufre nuestra niñez, ofrecer un lugar físico en el que se lleven a cabo nuevas pedagogías y se inculquen valores para “modelar de manera integral, sana y libre” a un individuo en pleno desarrollo, como lo es un niño o niña, resulta ser una suerte de panacea, una salida, una luz al final del camino. Nuestra educación, repetitiva, rígida y obsoleta, jamás ha sido suficiente. No para mí. No hay mejorías ni progreso si no hay participación, si no hay amor ni convivencia, si no hay libertad de expresión, si no hay estimulación hacia el pensamiento propio, hacia la concepción de ideas, hacia el aprovechamiento del talento. En boca de los propios niños y niñas que asisten al proyecto, en Los Patojos se sienten comprendidos, útiles, valorados, importantes. Alguien confía en ellos, alguien apuesta por ellos y por sus capacidades, alguien los escucha. Porque no se trata sólo de ser educado, sino de educar. Y ellos lo hacen: educan. El proceso es bidireccional. Hay alguien que permite que ellos eduquen. Un trabajo serio y constante que se realiza, de manera paralela, con los padres de familia, puesto que la ilusión y el compromiso se deben respirar, primordialmente, en casa. Todo lo que ocurre en Los Patojos, esas vivencias, esa armonía y ese respeto, dadas las edades y sus ganas de aprender y desarrollarse, están siendo el motor de una transformación “alegre” en sus vidas, y serán, con seguridad, la base que en el futuro los llevará a tomar las decisiones correctas, a no estancarse, a no desistir ante la vida, a ser líderes en sus comunidades, a desenvolverse y a proponer más cambios. Ellos serán el eslabón para que la cadena continúe, para que el proceso no se trunque.


Valiéndose de preceptos esenciales y didácticas derivadas de las doctrinas de Paulo Freire, Juan José Arévalo Bermejo, Hunter “Patch” Adams, Eduardo Galeano, Noam Chomsky, Teresa de Calcuta, entre otros, y rodeado siempre de gente dispuesta y comprometida (padres, hermanos, sobrinos, primos, amigos, voluntarios y otras organizaciones afines, Rising Minds, Just World International y Volamos Juntos E. V., por mencionar algunas), Juan Pablo Romero ha luchado por consolidar una estructura modélica e innovadora bajo el lema “ACCIÓN LOCAL, PENSAMIENTO GLOBAL”, forjando promesas, socavando el mito de que en nuestro país nadie hace nada, rechazando actitudes retrógradas, mentalidades parasitarias e inactivas, defendiendo la no exclusión y el cambio, en fin, edificando. En estos días en los que se celebra el IV Aniversario de Los Patojos y también el cumpleaños de su fundador y director, mi intención es instintiva, inminente y a la vez, eso deseo, humilde: que mis sentimientos hacia él, como individuo y hermano (y a su proyecto), se hagan públicos a través de estas palabras. Y que no quede ninguna duda de que con su carisma ese patojito colocho con el que compartí muchos años de mi vida y al que amo y respeto, me demuestra cada día, a pesar de la distancia, que la convicción y la entrega lo son todo, que nadie es más feliz cuando se olvida de recibir y se preocupa por dar, que los sacrificios se saldan con satisfacciones: la sonrisa de un niño, la certeza del bienestar y la armonía en el entorno, la sensación de que una célula, por muy pequeña que sea, puede generar energía y movimiento, constituir un ejemplo, representar una motivación, un impulso. Larga vida, pues, para LOS PATOJOS, para quienes son parte de ese sueño y, claro, ¡para mi gran pequeño gigante septembrino!

26.8.10

100 ROSTROS PARA VALIDAR LA ESCENA: EL SENDERO DE UNA PROMESA


Han pasado ya más de dos años y medio desde que surgiera la idea de un espacio colectivo de expresión sin otro objetivo más —puesto que consistía en un deseo personal— que el de reunir muestras del trabajo literario y artístico de no más de diez familiares y amigos cercanos, y darlas a conocer en conjunto. Sin embargo, la fragilidad y las falsas ilusiones de ocurrencias como ésa, me llevaron a rearmar el proyecto (así quise llamarlo: proyecto), a pensarlo mejor, a reconducirlo. Entre noviembre y diciembre del 2007 la idea tomó mejor forma, empecé a buscar más gente y a hacer los preparativos. Sería un blog. Lo más inmediato y accesible. Otro más, para dar a luz el proyecto y arrancar con las primeras publicaciones. Y salió a la luz en enero del 2008, bajo el nombre de TE PROMETO ANARQUÍA, procesión poética desde las fauces de un país en llamas con un header patrocinado por Lu Reinoso, quien también es responsable del logo, incluido ya en la revista pero estrenado oficialmente hoy, para acompañar estas palabras.

 
La idea primordial de este espacio, sus parámetros respecto a la literatura y el arte emergentes en Guatemala, sus matices, su apertura, sus lineamentos en contra de lo convencional y de los obstáculos editoriales, su evolución —el paso de aquel blog personal hacia la revista digital que es ahora—, han sido ya tratados en distintas oportunidades en el transcurso de estos años (→ ver Reseñas, menciones, etc.). La familiaridad de quienes siguen creyendo y apoyando la revista, por suerte, es realmente significativa. La vigencia del concepto central en buena parte de quienes están al pendiente del quehacer local tanto en literatura como en arte, así como en algunos fieles lectores, también es significativa. Ya no hace falta volver a tratar dichos aspectos. Desde la distancia presiento que al mencionar el nombre de la revista, ya sabemos, para beneficio o perjuicio, a lo que nos estamos refiriendo. Eso es más que suficiente. Y si no es así, ¡que los dioses indulten a los que como yo, pecamos de ilusos!


Ahora que la revista ha alcanzado una cifra redonda y cabalística: 100 publicaciones, me gustaría recuperar un comentario que hace ya muchísimo tiempo alguien, llamémosle M, hizo refiriéndose a TPA: “Para que una onda así llegue a un lado y sea válida, necesita credibilidad, fiabilidad, consistencia; lo que está haciendo aquél es una mera intentona”. Por los términos, reconozco que al principio dudé si se estaba refiriendo a lo que pretendía ser una revista o a una entidad bancaria. No obstante, y obviando el tono desdeñoso de erudito en ciernes, me atrevo a decir que quizás no estaba lejos de la verdad. Ser creíble, ser fiable nos provee de validez, de presencia, de trascendencia. Por otro lado, es posible que para M mantener a flote un espacio como el de TPA sea un acto de magia, una cuestión de… ¿minutos?, una buena dosis de maná caído del cielo. Dada mi situación de emigrante, atenúo el hecho de la repercusión que TPA pueda estar teniendo en Guatemala y me aferro, con humildad, al esfuerzo que supone mantenerla con vida, que es igualmente importante.

En esta ágora digital cabemos todos, al que le guste y al que no. Para los que despunten en calidad o para aquellos amantes del elitismo intelectual ya existen otros espacios, pero para oxigenar el sistema (el ambiente, como dirían algunos), es necesario crear espacios en común. Lo que suceda en dichos espacios ya depende de los actores, de su auto-responsabilidad y de su respeto. En un país limitado en oportunidades siempre es importante este tipo de apuestas. (...) Gracias Rafa, por este bello proyecto.

MISHAD ORLANDINI, gestora cultural guatemalteca, fundadora de la Asociación Efecto Bombilla / Effet Ampuole, Francia.


No voy a hablar, por lo tanto, de las invitaciones para publicar jamás respondidas; de las invitaciones para publicar respondidas con efusividad y jamás concretadas; de la negativa de aquellos que piensan que aparecer en la revista es rebajarse y que no vale la pena; de la infravaloración de un espacio que lo único que ha querido hacer es ofrecerse como una alternativa más; de las interpretaciones erradas y los desdenes de una parte del mainstream cultural, literario y periodístico de Guatemala. No, hablemos de credibilidad y de lo demás que muy tajantemente nos señala M en sus palabras. Para ello, sugiero que no nos volquemos en el contenido de la revista, puesto que dicho contenido no le pertenece a nadie más que a cada uno de los publicados. Volquémonos en ellos mismos que, como individuos, han accedido y confiado, a pesar de sus propias maneras de concebir y exponer sus trabajos, y más allá de factores extra-literarios, a aparecer en la revista, incluso cuando hasta la fecha sigan sin verla como tal, como es el caso de algunos. Son sus nombres, pues, y su quehacer literario y/o artístico los factores que considero respaldan y, perdónenme el atrevimiento, otorgan esas características que, según M, no figuraban en el otrora joven proyecto.


Ya es del saber popular que en la última década el panorama de la literatura y el arte joven y emergente en Guatemala se ha hecho notable, en parte, gracias a la labor de un buen número de escritores, poetas, editores, gestores culturales, fotógrafos, pintores, músicos y artistas multidisciplinares. Algunos de ellos, han querido compartir su obra en TPA: tal es el caso de Byron Quiñónez, Pablo Bromo, Eddy Roma, Luis Fernando Alejos, Wingston González, Gabriel Woltke, Edgar Quisquinay, Fernando Ortiz, Gerardo José Sandoval, Leonel Juracán, Alejandro Marré y de los recién debutantes: Vania Vargas, Marco Valerio Reyes, Julio Prado, Germán Albornoz, Luis Méndez Salinas, Mariano Cantoral, José Roberto Leonardo, Alejandro Sandoval, todos ya con publicaciones a sus espaldas, alguno que otro premio y mucha labor cultural, editorial y literaria. Recitales, lecturas y performances, según sé, corren a cargo de Estuardo Mendoza, Lester Oliveros, Edna Sandoval, Marlon Azurdia, Silvia Fortín, Juan Pablo Barrios, Lucía Ochoa Figueroa, Samara Pellecer, incluyendo a algunos de los arriba mencionados. Exposiciones, muestras y trabajo editorial a cargo de Josué Romero, Erick González, Javier Uclés, Paula Rebeca Vargas, Bernardo Euler, Lucía Reinoso, Nancy Morales, Alejandra Barahona, André Gribble, Álvaro Sánchez, Tushte, Héctor Cárdenas y Rudy Girón. Trabajos audiovisuales, radiales y teatrales de Jorge Cabrera, Gustavo Maldonado, Diego Silva, Ángel Elías y Edgar Navarro. Y los que, según mis predicciones, seguramente darán de qué hablar muy pronto: Oswaldo Hernández, Carlos González, Alfonso Huerta, Leslye Tánchez, Juan Pablo Mondragón, Luis Villond, André Chocó, Luis Herrarte, Roberto Wagner, Pedro Martínez, César Ramiro García, Eduardo Castro, entre otros.


Ignoro si este detalle, digamos, ilustrativo y/o estadístico le dirá mucho o poco a quienes como M reclaman algo que a mi parecer esta revista ya tiene. Sea como sea, hoy que hay motivos más para celebrar que para reivindicar, me place hacer extensivo mi agradecimiento a los 100 rostros que han aparecido, a los que están por aparecer (la lista de espera está bien nutrida, hay que decirlo) y a quienes no hayan podido aparecer, pero han estado ahí, asintiendo con sinceros gestos de aprobación y de apoyo. Asimismo, hago pública nuevamente la invitación a escritores, poetas y artistas en general de Guatemala a que consideren la revista como una alternativa para compartir su trabajo y/o promocionarlo. Sin fecha de caducidad, aún, TPA sigue manteniendo su naturaleza y sus criterios. Creciendo, proponiendo, consolidándose. Deseosa de flanquear más barreras y a disposición de quien lo desee.

Si no conociera a alguien nacido en Jocotenango quisiera conocerlo, quisiera conocerlo como si fuera alguien nacido en Macondo o en Barcelona o, incluso, en Lisboa. Gente nacida en Barcelona conozco unos cientos, incluso conozco a gente nacida en Lisboa. Conocer a gente nacida en Macondo será una irrealidad; en cambio, conocer a alguien nacido en Jocotenango es una posibilidad real y feliz. Por eso amo la Anarquía y quiero ser un viajero en Guatemala, no un turista de su poesía, un viajero como lo soy en mi propia Barcelona, un viajero allá y acá, tal vez un poeta en ninguna parte. ¡Vivan los cientos de habitantes de la Anarquía! ¡Larga vida a los tan bien nacidos en Jocotenango!

AGUSTÍN CALVO GALÁN, poeta y escritor catalán, creador de Las Afinidades Electivas, España.

Esto hay que celebrarlo.