Álvaro Sánchez: gérmen siniestro de luces y sombras.
Más que claridad, la palabra lucidez significa precisión y acierto. Significa captar y percibir con alto grado de fidelidad todos los elementos que conforman una escena, así como sus conexiones, sus texturas, sus composiciones, sus geografías, sus puntos de fuga. Pensemos en una explosión como ejemplo. Hay un todo que en segundos se disgrega. Ocurre entonces que hay partes, cientos de partes de ese todo, presentes en la superficie. Restos estáticos y humeantes. Máculas. Carne a la deriva. Jirones. Emplastos. Charcos. Rescoldos. Reproducir esa suerte de caos, lograr revelar esos elementos, por muy pequeños y amorfos que sean, por muy insignificantes o bruscos que parezcan, es cuestión de lucidez y de osadía.
Con la explosión se instala un nuevo orden y así lo determina la mirada. La masa se desfigura, los colores se difuminan, los líquidos se evaporan. No se sabe dónde empiezan aquellos rasgos diáfanos (porque los hay) y dónde aquellos ahora atrapados por las sombras. La pregunta aquí es, ¿no corresponde este nuevo orden a una imagen incluso más certera y más rica de la realidad? Es decir, ¿al trasponer y desplazar sus componentes, no es la realidad una suerte de lienzo más elaborado, más inquietante y acaso más revelador del que estamos acostumbrados a ver (y a vivir) a diario? Es probable. Pero vayamos a lo seguro. Supongamos que se trata de una nueva realidad, o de otra versión suya, una quizás más rica, que sería más factible.
En un momento de tal magnitud como suelen ser las explosiones, tan sospechoso como incierto debido al proceso que se fragua ante nuestros ojos, y que nos sume en la perplejidad y en lo inexplicable, procuramos hallar aquello que nos es revelador, aquello que nos hace partícipes, que de alguna forma nos obliga a detenernos y a permanecer. Lo que vemos suele ser un conglomerado de capas y sustratos (a veces uniformes, a veces disparejos) en constante interacción, mutación, transformación y movimiento. Un instante de embrujo que adquiere igual o más importancia que la explosión, que el accidente mismo. Un instante de abstracción y de constatación de lo terriblemente atrayente.
Movidos por la necesidad de retener lo que vemos, emprendemos la tarea de detener el tiempo, de congelar la imagen, de ralentizarla para apropiarnos de ella. El resultado ahora es una suerte de amalgama estática, quizás bizarra. Un ectoplasma extendido con sutileza en la piel de un muro, golpeado, gastado, en ruinas. Alrededor, oscuridad. Oscuridad que ilumina. Absortos, nos avocamos al silencio del espectador que ha dejado en casa sus armas y su escudo, y que se encuentra solo, confiado, ante lo que le depare el paisaje.
La obra de Álvaro Sánchez es capaz de proveernos, de manera contundente, tales momentos de epifanía. En mi caso, el primer acercamiento fue fortuito, y la sensación tiene mucho que ver con lo hasta ahora dicho. Me remonto a aquel momento virtual: rostros y cuerpos difuminados y alterados, como fagocitando en una atmósfera espectral, de oscuridad apocalíptica y cruces de opaco neón pastando a sus anchas. Me vi en la necesidad de devorar aquellas imágenes con avidez de perro. Enseguida vinieron las asociaciones: pensé en Bacon y en de Sagazan, incluso en Tàpies, en el teatro pánico de Arrabal y compañía, en la estética de algunas realizaciones visuales de Floria Sigismondi, en escenas de H. P. Lovecraft, de Strindberg y de Edgar Allan Poe, incluso. Fueron chispazos. Lo primero que se me vino a la cabeza.
Generar estampas/murales inquietantes y recrear momentos de perturbación es, a mi parecer, uno de los campos por el que mejor ser desplaza Sánchez como artista gráfico-visual. Sin duda. Sus creaciones —soberbias en su mayoría, permítanme el atrevimiento—, se nutren de asuntos existencialistas que ponen de manifiesto el lado oscuro del ser humano, ése que a veces preferimos no ver ni siquiera de soslayo. Soledad, muerte, encierro, desesperación, suplicio, aislamiento, enajenación, fanatismo religioso, metamorfosis, dolor, angustia, etc. La lista no es precisamente corta. Algunos emergen a la luz, nunca mejor dicho, con cierta renuencia, como para enfatizarnos la necesidad de establecer una conexión, de que descifremos un mensaje, un mensaje de sombras. Otras, más esporádicas, como a merced del factor sorpresa, acaso susto, tenues, como meras apariciones, efímeras e insustanciales.
Tanto unos como otros, asuntos a recrear y a retratar, provienen de un proceso alquímico/digital en donde Sánchez libera y apresa imágenes, texturas, colores y materias. La forma al servicio del fondo. Todo concebido y trazado con anterioridad. Todo premeditado y calculado. Las puertas del azar y de lo fortuito cerradas, para no desviar el camino y confiarse a la espera de resultados casuales. He ahí sus premisas. Su predilección por lo añejo, por lo gastado, por lo deteriorado, da buena fe de los recursos primordiales con los que echa mano a la hora de idear sus piezas para posteriormente componerlas/descomponerlas. En ese momento de génesis, imagino a un Sánchez-Diógenes, candil de kerosén en mano, perdido en la noche, husmeando entre callejones y sótanos desmantelados y saqueados, con el afán de proveerse de memorias para rescatarlas, para devolverles la vida, para manosearlas un poco y luego entregárnoslas, en silencio, como buscando un pacto que incluya la premisa: «esto es en realidad lo que había desde el inicio, yo sólo lo he desempolvado, ¿te apetece?»
En sus catálogos —ya Sánchez ha empleado esta palabra para referirse a ciertas selecciones puntuales que ha hecho de su obra, Catálogo de bestias, una de ellos— lúgubres anatomías (o fragmentos de ellas) aparecen retratadas con pincel violento, no se sabe muy bien si para ser contemplados o para querer contemplarnos. Un detalle más que alimenta el aura de misterio que exudan sus obras. Se trata ahora de una etapa post-mutación, post-cataclismo. Algo ocurrió con ellos en un estadio previo, equis, ignoto. La aparente quietud con la que posan es la de los ángeles y los cristos resucitados de los camposantos. Están ahí, lúcidos y omnipresentes en su confusión, gran paradoja para el arte de Sánchez, para esa peculiar estética que desafía lo profundamente humano, que sólo admite contradicción cuando el espectador es precavido y se protege, cuando pretende salir ileso, cuando prefiere contemplar a distancia, no arriesgar demasiado, no involucrarse.
Para esta ocasión, Sánchez nos ofrece un selecto universo de «fragmentos de huesos», huesos propios, labrados con minuciosidad de orfebre, antes «olvidados», quizás, pero ahora rescatados, reunidos y expuestos para el deleite de quienes nos sentimos identificados con este arte que parece dar un aspecto teatral y magnánimo al desastre. Anatomías mutiladas en donde reinan espinazos; rostros que parecen perderse entre pequeñas nubes tóxicas de butano; mártires carnívoros con ojos que más que ojos son fosas, cuencas, ojeras; un primate que posa en frac como si fuese un actor intentando sumirse en el cliché del pensador, del filósofo; cuervos que pierden la cabeza en su propia negrura; cervatillos degollados por tijeras en un altar imaginario para ofrendas; retratos de quien en vida fuera hembra y ahora es bestia; hombres numerados como reos que parecen ser abducidos por cristales rotos; cuerpos que parecen alimentarse y transmitir su fuero interno mediante ósmosis, en fin, lo más destacado desde el 2008 hasta la fecha.
A mí muy personal juicio, la estética de Sánchez es talento puro y desafío, pero también es aquella asociada a personajes curtidos no sólo en arte gráfico, pintura y fotografía, como es de esperarse en su caso, sino también en literatura, en cine y, cómo no, en música (él mismo se define como un junkie del cine y de la música). Es algo que se percibe, que casi se palpa, a la par de su gran versatilidad y de su auto-didactismo. Viéndolo así, Sánchez es una especie de creador-caldero. En él confluyen muchísimas formas de expresión artística que, intuyo, conviven en su entorno más íntimo, y que son parte de sus creaciones y de esa parafernalia que convierten a Sánchez en lo que es, un artista sólido e imprescindible en el panorama del arte tanto en Guatemala como más allá de nuestras fronteras. Si se trata de ratificarlo, yo el primero.
Además de Guatemala, lugares tan alejados y exóticos como Australia, Malasia, Ucrania, Singapur, Eslovenia, Marruecos, Suiza, Escocia, Suecia, Perú, Puerto Rico etc., así como mecas del arte mundial y emergente: Italia, España, Alemania, Estados Unidos, Brasil, Cuba, México, Suiza, Escocia, Suecia cuentan ya con la presencia de Álvaro Sánchez, tanto en publicaciones como en exposiciones. Digo todo esto sin tener una idea muy clara de quién sea en realidad este peculiar personaje perteneciente a la novísima y cada vez más imponente fauna de artistas y escritores guatemaltecos. No lo conozco personalmente, aún. Pero la verdad es que, aunque presiento que podríamos sumirnos en largas conversaciones acompañadas de abundante café o vino, sus obras y su actitud frente al arte (no tiene reparos en compartir su propuesta hasta en el más insignificante medio de difusión artística, lo sé a ciencia cierta, y lo digo porque sé que esto hace grande a los verdaderos artistas), han hablado por sí mismas.
Pronto voy a conocer a Sánchez, por suerte. Ustedes deberían empezar hoy, aquí y ahora mismo. Después de apreciar sus imágenes, quizás les dé por pensar que en realidad el tiempo no nos sobra, no es eterno. Bienvenidos sean.
Madrid, Abril de 2011
***En este libro, aparecido recientemente, Álvaro Sánchez (Guatemala, 1976) reúne lo más selecto de su labor artística entre el 2008 y 2011. Incluye, además de este texto, colaboraciones de Julio Prado, Carmen Lucía Alvarado, Eduardo Caso, Anastasia Zabrodina e Irina & Silviu Székely.
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