7.1.17

ENTELEQUIAS (e/X, 2015) - IMPRESIONES A CARGO DE ALEJANDRA SOLÓRZANO


(© Alejandra Solórzano)




Hoy en mi viaje de regreso a Costa Rica, inicié y finalicé la primera lectura del año, el libro intitulado Entelequias, del escritor guatemalteco radicado en Madrid, Rafael Romero (1978), publicado por la Editorial X. Guatemala, 2015.


La palabra entelequia tiene, entre varias interpretaciones, dos sentidos: en la filosofía clásica, término acuñado por Aristóteles, entelequia es la realización del telos, la finalidad o la Causa Final de cada Forma, su realización y autosuficiencia. En sentido retórico, entelequia es nuestro encuentro con cierta «irrealidad», nuestra mente como creadora y testigo de situaciones o mundos irreales que resultan de nuestras cavilaciones y esos pasillos mentales a los que algunos/as somos adictos, pero ¿eso significa que sea irreal?



Un libro de narraciones breves hilvanadas por el padecimiento de la Nostalgia como común denominador.  Coqueteos y bofetadas hasta llegar a la cama, al abrazo definitivo, premeditado o fatalista de los personajes con su propia Muerte.



Soliloquios cínicos, pero también sensibles, con franqueza e impiedad de lluvia que acompañan las calles y noches de sujetos abatidos, al mismo tiempo entronizados en su Soledad. Cinismo y ternura, reverso y anverso de la misma moneda, rostro y nuca de Luna ausente a pesar de las noches y la oscuridad sofocante, el personaje silencioso y ubicuo en la mayoría de los cuentos.



Por encima de la fragilidad inquietante, los personajes llevan su herida a plena luz. Muestran sin recato alguno su tristeza, su derrota. Nada hay que esconder frente la incomprensibilidad del deseo —siempre insatisfecho—, acaso la amargura de un amor no sucedido, y la Soledad, una vez más, otra vez y otra vez, insistente imperio de la indefensión. Personajes perfectamente construidos, densos, amenazantes, camaleónicos que se tornan repentinamente frágiles, e incluso deliberadamente patéticos, acaso como la posibilidad de celebrar en su ensimismamiento, el triunfo que les prodiga la burla sobre sí mismos.


Este libro reúne «entelequias» escritas entre el año 2002 y 2006, a manos de un autor joven de entre 24 a 28 años de edad al momento en que al parecer fueron escritos. Narraciones con finales impredescibles y con una en ocasiones cansina reiteración de paisajes o espacios putrefactos, vacuos, enrarecidos, donde el abandono «para» o «de» los personajes es el entorno natural que esconde un largo adiós al hogar, o dicho de otra forma, la imposibilidad siquiera, del anhelo al retorno. Los errantes sujetos de estas páginas, son personajes ordinarios que el hecho poético propio de la mirada literaria del autor los convierte en individuos extra-ordinarios que se baten a duelo, a punta de descaro, vulnerabilidad, dualidad, ingenuidad, desdoblamientos, con lo que llamamos «realidad fáctica» pero también con nuestra «realidad mental», pues ¿cómo podría no ser real?



Voy en taxi del aeropuerto a casa. Yo, por mi parte, continúo viendo a través de la ventana la noche y lo que se avecina para estos días, mientras sin mi permiso e impudor algunas de las escenas leídas atraviesan mi mente.



Si alguien va a Guatemala por estos días o meses, pueden encargarlo en la Librería Casa del Libro, de Casa Cervantes, con nuestro querido Cristóbal Pacheco.



Alejandra Solórzano

1.8.13

MAÑANA ES LA MÁS ABSURDA DE TODAS LAS CERTEZAS






QUIZÁ ESE DÍA TAMPOCO SEA HOY

(Editorial Cultura, 2010)



Vania Vargas



Hay cosas que no se comparten / La muerte / por ejemplo / Se suponía que él debía irse al infierno / solo. ¿Qué sentir después de haber leído esta suerte de pequeño proyectil que parece explotar frente a nuestros ojos para luego internarse, convertido en esquirlas, en nuestra atónita humanidad a duras penas parpadeante? ¿Cómo entender que en menos de veinte palabras se encierre una vida: un pasado, un presente y un futuro? ¿Cómo asimilar, cómo lidiar con esta precisión, con esta arrolladora certidumbre, con este más que atino?

Uno sonríe previo a quedarse petrificado. Uno intenta reponerse enseguida. Uno al menos lo intenta.

Cuando llegué a la página 44 de Quizás ese día tampoco sea hoy, de Vania Vargas, no supe que ya había recorrido más de la mitad de un ejemplar que acababa de recibir de las propias manos de Vania. Junio del 2011, Guatemala. Recuerdo que lo consumí atropelladamente, como cuando uno tiene hambre y le da lo mismo masticar mal y atragantarse; así, ansioso. Los poemas me condujeron con esa facilidad indiscutible que sólo los textos bien logrados y equilibrados poseen. Las palabras, en su conjunto, o debería decir las imágenes, no dejaron de ofrecérseme, de colmarme en asombro y en agudeza, de cuestionarme profundamente y a la vez de satisfacerme como nos satisfacemos cuando, para bien o para mal, nos miramos en un espejo, o en muchos. La invitación, esa invitación intrínseca en este tipo de contratos (autor/lector), en resumidas cuentas y tal como me lo esperaba tratándose de Vania, fue efectiva y el resultado, hondamente placentero.

Ya en Madrid, vinieron las relecturas y la constatación de que la voz de Vania hay que escucharla varias veces, despacio, sin prisas, porque es innegable, porque se saborea genuina y certera.

El primer rasgo que me gustaría destacar, luego de leer a conciencia este segundo libro de poemas de Vania (continuación de Cuentos infantiles, Catafixia, 2010), es algo que quizá corra el riesgo de sonar trillado, la sensación de que yo, como lector, me estaba viendo reflejado, de que el libro que he tenido muchas veces en mis manos es, sí, un racimo de visos, de apariencias, tremendamente reales, en donde las preocupaciones existenciales y estéticas de Vania, parecen ser también las mías. De hecho, lo son. O al menos, las siento compartidas, las defino participadas.

En Quizás ese día tampoco sea hoy (un título que ya de por sí anuncia cierta desesperanza, pero que no nos empuja al fracaso), Vania explora y afronta varios conflictos que entiendo son los motores de la creación de este libro. Hay un devaneo interno entre lo que se es y lo que se desea ser, entre la ruta personal de vida escogida y la impuesta por la realidad o por el beneplácito ajeno presente, por ejemplo, en la figura maternal (hay tres poemas seguidos que lo testifican, a saber: p. 22, 23 y 24), en las menciones familiares, en las alusiones a la perspectiva “del otro”, a Melissa (acaso reflejo traído desde el inconsciente de Vania, ese como doble suyo que parece que aún habita en la casa de la infancia y que se materializa ahora en la adultez y en la soledad urbanita), esa réplica que presagia el futuro, pero que también da fe de un presente que se empeña en detallar, como lo haría un espectador atento, el ser de Vania, su condición humana, sus vicisitudes. He ahí que la primera parte del libro se titule “Los dobles”.

El poema “The ballad of Bonnie Parker”, quizás de mis favoritos, reúne varios elementos y detalles que nos ilustran parte de lo anteriormente dicho. Cito dos estrofas:

No
esta que ves no es ni la sombra de mi lado salvaje
yo bien pude haber sido Bonnie Parker
con estas ganas que me dan de asomarme a las ventanas
de marcharme en el tiempo
de ver el pasado destruirse
como las ciudades nocturnas
cuando tiembla el televisor

Yo también soñé una vida peligrosa
con acumular historias
de las veces que he escapado de la muerte
con mostrar las cicatrices que dejó
el impacto de los días [p. 17]

Hay una pugna, hay tribulación. Y son esos sentimientos, desde mi punto de vista, los que nos trasladan inevitablemente a la segunda parte del libro titulada “La muerte”. Aquí, el conflicto (un conflicto asumido y afrontado por Vania persona y Vania poeta) se amplía, ya no es sólo una cuestión íntima, ya no es sólo el convivir con esa suerte de desdoblamiento metafísico del individuo, esa bifurcación emocional, ese “yo” escindido que se siente proclive a conjeturar, precisamente, acerca de las dualidades (yo agente/yo paciente, yo observador/yo observado, yo niño/yo adulto, yo realidad/yo reflejo, yo allá-antes/yo aquí-ahora) pero que lo hace desde su fuero interno, desde territorios introspectivos, como una necesidad básica e impostergable, casi como un hábito. Ahora el conflicto implica, además de lo ya dicho, el desenlace y la fatalidad que están ahí, en cualquier parte, en cualquier momento, afuera de los muros, en la calle, a la orden del día, siempre, como si fuera una sorpresa.





Foto © Pedro Orozco Bautista / El Quetzalteco



Existir, ser, relacionarse, temer, trasladarse, lidiar con presencias reales o evocadas,  rozarse con fantasmas, enfrentarse, exponerse, ser parte de o verse ajena, intentar escapar, no caer, bregar contra la costumbre recalcitrante y contra la soledad, el tedio, la ciudad… el compromiso intrínseco de la vida cotidiana y terriblemente periódica a merced de la muerte, con la intensidad que este hecho trascendental en sí supone, con la complejidad también que acarrea para un alma sensible, perceptiva y observadora, como lo es, sin lugar a dudas, Vania Vargas. Así pues, luego de los primeros textos de esta segunda parte, que parecen servir de transición, emergen los más intensos y más contundentes, los discursos que más se acercan a mi universo personal y con los que más me siento reconfortado.
Es más, por eso mismo, comparto aquí tres estrofas de tres poemas distintos que, casi alcanzando el final del libro, condensan, según mi precario y quizás insolente punto de vista, las raíces emocionales (además de las ya expuestas en relación con la primera parte del libro) que posiblemente llevaron o movieron a Vania a construir gran parte de Quizás ese día tampoco sea hoy. Cito:

Hay momentos
en que me da por golpear
las paredes de los días
que se precipitan
por esta ciudad
ajena
sin reparar en la sacudida violenta
de la sorpresa
que se esconde en las esquinas [p. 45]

Ella vive como escribe
a gotas / con miedo
con demasiados silencios
              —mentalmente—
en una constante agitación interna
mientras aprieta los dientes
mientras cruza la ciudad que se va quedando atrás
como un rollo negativo que se descorre a contraluz
y que tiene cortado el principio y el final [p. 54-55]

Para salvarse sólo necesita una ranura mental
un punto de escape
que impida la explosión de ese horno interno
alimentado por la cotidianidad y el sinsentido
por los fantasmas
que de vez en cuando le tocan el hombro
por el acecho del dolor cuando cierra los ojos
por el mandato de la eternidad que se traga la nada [p. 56]

Tribulación y turbulencia. De nuevo.

He prescindido de realizar una disección minuciosa y analítica, de desmenuzar este libro como lo hubiera hecho un médico forense simple y sencillamente porque mi intención no es valerme de ninguna de las tretas del raciocinio sino atender a las sensaciones (que es lo que he intentado plasmar aquí), a la resonancia que pueda tener en mí este tipo de poesía (esa que considero vital y genuina), al lenguaje íntimo, y por lo tanto invisible, que circula en vaivén entre las palabras hechas imágenes, testimonio y réplica, y yo. Y, detalle importante, porque no se lo merece.

En Quizás ese día tampoco sea hoy la poesía de Vania es diáfana y directa; es certera y contundente. Posee un componente narrativo en su forma que invita, que orienta, que rebela. No necesita escarbarse; no necesita ser manoseada para extraerle la savia candente, esa que esperamos siempre nos ilumine el camino. La razón sobra porque todo está dicho para ser asimilado o entendido (si es que eso, el entendimiento, es realmente imprescindible para la experiencia poética que Vania nos ofrece), no hace falta ningún tipo de ejercicio mental ni de esfuerzos mentales. Lo dicho no se queda flotando en el aire como una nube, más bien transita directamente hacia la humanidad del lector, hacia nuestros receptores internos.

Y cuando esto ocurre, cuando la poesía carece de frivolidad, de palabrería exótica, de presunción retórica, de sentimentalismo falaz, de experimentación desaforada, la poesía es, se realiza y trasciende. Sinceridad y limpidez. Radiografía de lo emocional y proyección existencial del caos: Vania Vargas hecha libro.

No hay vida para leer ni la décima parte de todos los grandes libros publicados. Víctimas del paso del tiempo, habrá que limitarse, habrá que ir seleccionando para quedarse y aprovechar sólo los mejores. Quizá ese día tampoco sea hoy, es uno de ellos, sin duda.


Rafael Romero
Madrid, julio 2013



Pd. El título de esta entrada es una verso tomado del presente libro reseñado, concretamente de la p. 38.


24.7.13

CHICHICASTE (ALAS DE BARRILETE, 2013)


Diseño de portada: André Gribble
Prólogo: Eduardo Villalobos

El día 11 de junio pasado se presentó en la Alianza Francesa de la Ciudad de Guatemala, Chichicaste, la segunda parte de la llamada Trilogía bartoliana iniciada con El elegido, a cargo de la incombustible y joven editorial Alas de Barrilete. A dicha presentación, le sucedieron varias más, incluyendo conversatorios, entrevistas y visitas a radios. Tres semanas realmente intensas en las que esta novela fue muy bien acogida y las expectativas generadas rebasaron, incluso, las mías propias. Detalle significante y del cual estaré siempre agradecido.

A continuación, como ya hiciera anteriormente con El elegido, quisiera compartir públicamente un fragmento de un capítulo inédito de la novela, para aquéllos que gozan de estas peculiaridades y también para aquéllos que, según me han comentado, se quedaron con ganas de más Chichicaste.




&
Como Ricardo Arjona escogimos al Bebeto. La onda con ese cuate fue que el pisado se la llevaba de muy salsita en Jocotenango y la verdad es que era un pa-qué-vergas. Tenía una su marita ahí en Las Victorias, drogos, cacos y mucos puramierda casi todos. Ralea, diríamos aquí entre nos.
Un sábado que estábamos echándonos unos litros con el Sapo y el Richi, ahí en la pila de la esquina de la calle del cementerio, por donde viven los Romero, lo vimos dando colazos en una su BMX cromada, lo más seguro es que taloneando a alguien porque pasó enfrente tres veces y se veía medio acelerado. Como a la hora, volvió a aparecer y paró en la esquina de la Librería Azmitia. Prendió un su cigarrito y se quedó ahí, viendo para todos lados, como si ni mierda. Nosotros sólo tuluqueando.
En eso, vimos que el Güelinton iba arrastrando las patas con un su litro de Pepsi en una mano y las tortillas en la otra, envueltas en una servilleta de esas típicas. El clavo del pobre patojo pisado, que ni trece años había cumplido, era que había salido algo mujercita y por eso cómo lo chingaban. Pero el patojo era bien tranquilo y no se metía con ninguno. Entre casaca y casaca ni nos dimos cuenta cuando el Bebeto pasó hecho mierda en su birula y le metió un talegazo al Güelinton en la mula. El patojo se quedó todo paralizado, agachando la cabeza, sin saber qué putas hacer de lo ahuevado, fijate. El Bebeto pasó de retache y le tiró un patín que por poquito le da en la mera ficha sino es porque el Güelinton medio se hizo el queso.
―Mírense a ese hijueputa muchá ―nos dijo el Richi.
―Verga hay que darle ―me dijo a mí el Sapo.
Podíamos haber ido y agarrarlo a pura punta de verga entre los tres, ¿me entendés?, pero les dije a aquéllos que dejáramos que el mierda se las siguiera llevando de vergueador con los güiros, a ver hasta dónde llegaba, que de todos modos de una vez quedaba apuntado en la lista negra.
Ahuevado, el Güelinton hizo el intento de correr como para su casa. Nosotros nos acercamos a la esquina, a ver qué putas. El Bebeto nos vio pero le peló la verga, lo más seguro es que anduviera bien prendido. Pasó pedaleando, hecho mierda, volvió a alcanzar al Güelinton y le trabó un patín en la espalda. El patojo pisado cayó de hocico y el litro de Pepsi y las tortillas volaron a la verga.
―Ahhhhh, se la está ganando el talega ―dijo el Richi, estirando los dedos de las dos manos y escupiendo como si se hubiera tragado un mosquito.
El Bebeto hizo una guanaca más adelante, pasadito de donde está el Colegio Orión, regresó, volvió a pasar enfrente del patojo, lo escupió y siguió pedaleando. Nosotros seguíamos en la esquina, nada más viendo. El pisado se nos dejó ir, frenó y nos dijo que qué putas, que si teníamos algún clavo. Nosotros nos reímos y le dijimos que nel, que se calmara. El maje nos dijo que entonces a la verga, que parecíamos putas ahí viendo, que no nos metiéramos en vergueos ajenos.
―¿Qué te hizo ese chavo pues? —le preguntó el Sapo, sin quitarse el vaso de chela de la trompa.
―¡No me ha hecho ni verga, chavo! —dijo así, rascadito, poniendo cara de malataza— ¿Por qué pues? ¿Te afecta en algo? ¿AH? ― le gritó al Sapo, agarrando bien duro el timón de la birula y escupiendo.
Me acuerdo que andaba todo de negro, con una su playera de Black Sabath, pants y unos sus Reebook “clasic”. Yo me le quedé viendo, maleado. Me acuerdo que ese día andaba limpio, el filero lo había dejado en la casa, no habíamos jalado nada y además, era mediodía, y mucho color hacer vergueo a esa hora. Ahí todavía no habíamos conocido al cerote del Bartolo ni mucho menos esa mierda del chichicaste, si no, ja,  olvidate.
―Nel, no me afecta para ni verga. Yo preguntando nada más, mano ―le contestó el Sapo, con esa su risita pisada de “vos-seguí-creyendo-que-la-vida-es-caldo-de-moronga-papaíto”
―Más te vale cerote ―le dijo el pisado y se rió, más de burla que otra cosa.
Puta, en eso, apareció la nana del Güelinton detrás del Bebeto, fijate, con un gran leño y cara de maleada.
―¡Usté hijo de sesenta mil putas qué se está creyendo! ―le gritó la doña, histérica, al mismo tiempo que le estrellaba el leño en la espalda al pisado.
El Bebeto se dio la vuelta y empezó a maltratarla. Leño en mano, la doña seguía gritándole que qué se estaba creyendo, que dejara de chingar a su hijo, que el patojo no le había hecho ni verga. De los vergazos, el mula se cayó de la birula. Si hubiera sido un cachito más cabrón, hubiera agarrado ese su cacaste y se hubiera ido a la mierda, pero nel. No sé cómo, le arrebató el leño y le metió un par de talegazos a la doña en las patas. La doña se hizo para atrás, medio brincando, y cayó de culo.
―¡Agarrá onda chavo! ―le gritó el Sapo, haciendo como que se iba a sacar el cuete. El Richi se paró enfrente de la doña, como para ayudarla, y yo hice el amague de que me le iba a dejar ir al Bebeto, pero se montó a la cicle, nos gritó que estábamos pendientes y se fue a la mierda.
La doña se levantó de la banqueta y, en lugar de darnos las gracias, nos empezó a decir que éramos unos vagos hijos de la chingada, unos mareros. Nosotros ni le pusimos coco; la pobre doña andaba en otra onda, ¿me entendés? Dejamos que se desahogara. Ya se había empezado a juntar algo de mara. La gente que iba en las burras se nos quedaba viendo. Mucho colorón. Entonces nos metimos a la tienda y nos estuvimos ahí un rato, acabándonos los litros. Cuando salimos, la doña ya no estaba. De seguro, donde sí estaba era dándole verga al Güelinton, porque no sólo eran algo pobres sino que además, se habían quedado sin tortillas ni Pepsi para el almuerzo.
―¿Bebeto le dicen a ese maje, va muchá? ―nos preguntó el Sapo.
―Simoncho ―le dije yo―. Vive ahí en Las Victorias, ya llegando a la Panza del Burro. Mero trabado el hijueputa, ¿vaa?
―¡Lástima que no estaba el Calo, cerotes! ―dijo el Richi.
―¡Lástima que no andábamos loqueando decí! ―le grité yo así y me le quedé viendo al Sapo. Yo sabía que a aquél las mierdas que hacían pisados como el Bebeto le caían en la verga.
—Nadita le va a pasar —me acuerdo que me dijo e hizo como que me disparaba a la cara con la mano.
De ahí creo que nos fuimos a mi chante, a jalar coca para alivianarnos y bajar un cacho la chela, antes del respectivo cevichito donde el Calaca, ahí en La Pólvora. En el camino a la colonia nos fuimos hablando muladas sobre el Bebeto y otra mara que pelaba cables en algunas colonias de Jocotenango. Mara que quería ganarse la rifa y pasar a mejor vida. Mara que había que ir apuntando en la lista negra, ¿me entendés? Por eso, cuando nos pusimos a cranear quién podía ser el Ricardo Arjona, el primero que se me vino a la cabeza fue ese cerote, fijate. Con aquéllos nos acordamos de lo que te acabo de contar y todos dijeron que fijo, que apuntáramos al Bebeto en la lista del Bartolo y que lo atalayáramos para ver si andaba suelto o en el tambo.
* * * * * *
De ahí, el Leches propuso a la Yuri para Gloria Trevi. A la verga, mano, esa pisada era un caso. Al Leches se le ocurrió porque se acordó de lo pura mierda que se había portado con un compadre suyo, el finado Golón. Además, porque la pisada pelaba cables grueso. Había días en que andaba de buenas, toda amable, como si su vida fuera la de esas pobres pisadas de las telenovelas que de un día a otro se casan con un fichudo y todo es color de rosa, y otros que andaba de malas, como cuando uno se queda sin droga y no tiene ni un solo len para empezar a hacer el ajuste, maltratando a la gente y metiéndose a clavos con los charamilas y los bolitos de Jocotes. La onda es que cuando era chavita le cayó un pedazo de balcón de ventana en la ñola y desde ahí la pisada ya no tuvo compostura, fijate.
Cuando el finado Golón la conoció, la Yuri estaba estudiando en el INSOL. Tenía como dieciocho años y todavía estaba en segundo básico. Ese mismo año la expulsaron por armarle clavos a los profesores y a la directora. El finado Golón, que daba la vida por la desgraciada, le metió en el coco que no estudiara y se la llevó a vivir con él a su chante, ahí por El Guarda. ¡Error!, diría la mara. En un par de meses la Yuri ya le daba verga a la mamá y a las hermanas del cerote; se iba a la verga de la casa, desaparecía y regresaba cuando le daba la gana; dos o tres veces por semana se ponía a gritar en plena madrugada como si le estuvieran dando verga, ondas así, fijate. El finado Golón siempre andaba desesperado por la cerota. Eso es lo pisado de encularse de alguien, ¿no creés?
Parece que la onda fue que una de esas perdidas que se metía la pisada, probó piedra y le gustó esa mierda. Bueno, ¡a quién no vaa! Se empezó a juntar con mara algo gruesa de Los Ángeles y La Belleza. Para tener billete, se iba a la Terminal, a chuparle la verga a los choferes y a los ayudantes. Diez varitas la mamada. Con cuatro ya tenía su piedrita de crack la pisada. Mientras, el finado Golón viendo cómo putas la enderezaba. La mara decía que no le gustaba coger, sólo hacer mameyes, pero también contaban que, cuando ya no podía ni caminar del gran cruce que llevaba, la mara aprovechaba y se la chimaba y recontrachimaba. Varias veces nos la encontramos y se nos puso coqueta, pero pura mierda con el Golón, ¿me entendés? Aquél no era cuate, cuate, pero de todos modos, mala onda. Además, sólo de verla, ni ganas de coger te daban.
―Puta, yo cómo lo puteaba al cerote ―dijo el Leches―. Puta, le decía que no fuera caballo, que la pisada andaba loqueando, de mamertera, dándole el hoyo a cualquier cerote, que la mandara a la quinta mierda, que le iba a pegar algo.
―¿Y qué te decía ese maje? ―le preguntó el Bartolo, rascándose la barbilla.
―Nada, que simón, que la pisada no controlaba, pero que pura mierda no hacerle la pala, que la quería y no sé qué más huecadas ―contestó el Leches. Siempre que hablaba de ondas serias, le cambiaba de color el pellejo. Era blanco y se ponía todo colorado el cerote.
―Va, pero no te pongás puro camarón pues ―lo chingaba el Richi, quién más.
―¡A camarón le güele la cuchara a la nía Chusita! ―le contestó el Leches. Doña Jesusa era la nana del Richi.
―¡OOOOHHH! ¡UUUUHHH! ―gritamos casi todos―. ¡Qué vergazo Richi, hoy sí pisao! ―y nos cagamos de la risa.
El Calo y el Bartolo se rieron, pero sin ganas, como siempre.
―¿Y qué más? ―dijeron los dos casi al mismo tiempo.
El Calo preguntó también, como si no supiera ya la historia del finado Golón. Bueno, sí la sabía pero no muy se acordaba. Tanta droga pisada, ni modo.
―El finado Golón fue aquel maje que se fue hacer tres mierdas en una burra a Las Cañas, Calo ―le dijo el Leches―. El año pasado. Un gordito él, con una cicatriz toda india en la cara, pelo hongo, que a veces llegaba donde las putas y que se reía como si se estuviera atragantando.
―Ah, ese cuate. Simón, ya me acordé ―le contestó el Calo.
Si vos hubieras visto cómo paró el finado Golón, puta, te habría dado lástima, mano. Aquél siempre había sido algo chibolón, pero el sida lo hizo tres vergas, lo dejó peor que condongo usado. En un par de meses se empezó a poner calaverudo y le costaba un chingo poder salir de la cama. Decía que tenía una infección en las amígdalas que ni a putas se le quitaba. Lo llevaron a la capital, ahí al Roosevelt, y cabal tenía esa babosada.
Le explicaron cómo estaba el agarrón y le dijeron que lo sentían mucho pero que ya no se podía hacer nada, que ya mero se iba a ir a caldo. Entonces aquél sintió que le habían aventado un cubetazo de agua de pozo y, ni modo, peló cables, ¿me entendés? Se quería ahorcar con su cincho ahí mismo, en el Roosevelt. Lo tuvieron que anestesiar al hijuevergas. Cuando regresó a su chante, se zampó un cuarto de Venado puro de un solo talegazo, agarró una hachita pisada que su ruca usaba para partir huesos de res y se salió a buscar a la atarantada de la Yuri. Él decía que con ella era con la única que había volado huevo al natural, decís vos. Pero no la encontró. Maleado, se subió a una burra que estaba esperando que le tocara su turno ahí en la Terminal de la Antigua y le destazó la cara y los brazos al ayudante, que se estaba echando un cuaje para mientras.
Antes de que lo lincharan, encendió la burra y se fue a la verga. Agarró camino para Guate. Y bueno, lo que pusieron los bomberos en el parte fue que el pobre Golón se había embarrancado. Sí, iba por la parte de arriba de la cuesta de Las Cañas, yendo para Guate, como te digo, y ahí pegó el timonazo. Entonces olvidate, se vino en picadita, cayó cabal en la cuesta de Las Cañas, dio tres vueltas y se fue al barranco. ¡Imaginate el putazo, pues! Toda la mara aquí en Jocotes no nos lo creíamos. Pero como nadie vio y eso salió en la prensa, sepa putas si fue así o no. La cosa es que al Golón lo tuvieron que sacar por pedazos de la carrocería pisada.
―¿Y la tal Yuri sigue viva? ―preguntó el Bartolo.
―Simón. Ahí anda igual que siempre la hijaeputa, sólo que un cacho más hecha mierda. Sepa putas cómo ha aguantado tanto la casaca ―contestó el Leches.
Era cierto. Todos decían que la Yuri tenía sida, pero ningún pisado quería decir que sí por miedo a que pensaran que se la había cogido. Lo más fácil era decir que sí y echarle el muerto de lo que le había pasado al finado Golón.
―El otro día la vi y me sacó la madre porque le grité “tartamuda” ―dijo el Mapa.
―Paró tartamuda de chupar tanto pipe ―se metió a decir el Richi.
El Bartolo no le quitaba la vista de encima al Leches.
―¿Era cuate tuyo, Leches?
―Simón, Tolo, era cuate mío pues.
―No se hable más entonces. Ya tenemos Gloria Trevi, pisados.
A esas alturas, aunque alguno no estuviera de acuerdo, ¿cómo se lo ibas a decir al pisado? Nah, no se podía, mano, aunque quisieras, porque aquí entre nos, yo siempre quise, pero me costó atreverme, ¿me entendés?
* * * * * *
Ahora el que sí me dio un cacho de lástima cuando lo apuntamos en la lista fue el Goyo, vos, o sea el maje que la iba a hacer de Juan Gabriel. Ese pobre pisado no le había hecho nada grueso a ninguno de nosotros, fijate. Lo que pasa es que cada vez que miraba al Calo, no se aguantaba las ganas y, de hacerle ojitos y suspirar, pasaba a silbarle o a decirle adiós, o a piropearle alguna huecada. El pobre maje creía que como el Calo nunca lo mandaba a la verga ni le reclamaba ni verga, no había clavo. Es más, creía que al Calo le hacía gracia. Al igual que uno con los culitos, parece que ese tipo de pisados tampoco pierden las esperanzas así tan fácilmente, ¿no creés?
Conociéndolo, el Calo no se iba a parar a reclamarle ni a ni verga. El Calo iba a ir pero a agarrarlo a pura punta de verga. Así, sin tanta paja. Si raras veces medio lo saludaba era porque el Goyo se mantenía aplastado a dos casas del taller a donde el Calo llevaba su moto y tenía que pasar enfrente. La onda es que el Calo hacía “bísnes” con el dueño del taller desde hacía un vergo de años, entonces imaginate, ya estaba hasta la verga de estarse encontrando al morral del Goyo y tener que aguantarle esa cara de marica, con sus pantaloncitos apretados y sus sudaderitos amarillos o rosados, siempre riéndose por todo y haciendo muecas de ishta a la que le pica el gallo por probar pipe.
Cada vez que el Calo tenía que ir al taller, andaba emputado. Y cuando regresaba y nos lo encontrábamos en el bar, seguía igual o peor. Esto poco los saben, pero el Calo casi mata a un su primo, fijate. Eran chavitos y se habían ido a nadar al Pilar con otros cuates que el Calo tenía en la Antigua. Cuando estaban metidos en la piscina, vino un pisado que le decían Tapita, se puso detrás del Calo y por chingar le agarró la verga. Como era bajito, el agua lo tapaba casi entero. Sólo tuvo que encoger las patas para que el Calo no lo viera. Cuando se dio la vuelta, el que estaba ahí era el Esvin, su primo, y con él la pagó el cerote. Lo quería ahogar al pobre chavo.
 Pero pues sí, cuando el Mapa mencionó al Goyo, al Calo se le iluminaron las pepitas. Ja, no se lo pensó dos veces el talega.
―Contales lo que te pasó aquel quince de agosto, cuando fuiste al taller del Rata en la mañana ―le dijo el Mapa.
―Nah, pa’ qué ―le contestó el Calo, llevándoselas de desinteresado.
―Va, si no, lo cuento yo entonces.
―Vos verga querés que te dé, ¿vaa?
Entonces metí yo el hocico.
―Cuenten, pisados.
La onda fue que esa quince de agosto, cuando el Goyo vio que el Calo venía caminando a recoger su moto, estiró las patas, se metió la mano entre el pants y se empezó a sobijear la moronga. Dice que el Calo sólo lo vio de reojo y siguió de largo, que estuvo a punto de regresar y darle verga, pero que se acordó de que el Rata le había pedido favor que no hiciera clavos cerca de su taller, porque decía que la tira ya lo tenía controlado con su negocito y no quería llamar la atención de los vecinos. El Rata se dedicaba a comprar recién nacidos a familias pobres, inditos casi siempre, para transárselos a los gringos que venían a la Antigua supuestamente a aprender español o a comprar casas. Le iba bien al desgraciado. Se sabía bien todo el teje y maneje.
―Jajaja, ¿se estaba pajeando el maldito entonces? ―empezó a chingar el Richi.
―¡Oooosshh… pe… pe… pero qué ascoooo! ―dijo el Sapo, poniendo voz de caquerita del Liceo Rosales de aquella época.
―Además, ¿no le has visto la cara? ¡Parece garapiñado tu casero! ―siguió el Richi.
―O sea que hueco y feo ―habló el Bartolo, que me acuerdo que juró por Dios que no quería meterse mucho en la elección de nuestros “candidatos”, pero que siempre tuvo la última palabra.
―Y además vago ―me metí a decir yo―, porque el güicoyón mierda pasa aplastadote en la puerta de su casa mañana, tarde y noche sin hacer ni pura verga.
―Hueco, feo y parásito ―dijo el Bartolo―. Que se venga.
Y ahí quedó la onda, fijate. Ya teníamos a los tres pisados.

Aprovechando FILGUA 2013 (Parque de la Industria), habrá una presentación más de Chichicaste, este sábado 27, a las 11 am. Quienes no hayan podido adquirir alguno de los ejemplares, tanto de Chichicaste como de El elegido, Alas de Barrilete tendrá precios especiales, packs y ofertas durante toda la feria.  





20.7.13

CONSTATACIÓN DE LA FIDELIDAD DE LA MEMORIA


Mi querida Paula Morales, fotógrafa y artista visual guatemalteca, acaba de empezar a publicar en su página web un nuevo proyecto titulado Memoria y violencia, bajo el siguiente statement:
 
Varias personas han compartido la muerte de un ser querido a través de la violencia. También han compartido no sólo su historia sino su definición de la memoria. Creo que las imágenes sirven de herramientas para sanar heridas y para ejercitar nuestra memoria especialmente en situaciones de violencia, y este proyecto es una exploración para tal efecto.
 
Cuando me pidió colaborar, no me lo pensé dos veces y he aquí mi testimonio, junto con la foto (digital collage) elaborada por la artista.

 
RUDY VALLE
(1978-2010)

 

Jamás un 7 de julio volverá a ser el mismo, al menos no desde el año 2010, en el que alguien quiso que ―en palabras que a Rudy le habría gustado oír, puesto que era mecánico, y que habría celebrado con una sonrisa de las suyas―, las válvulas, los pistones y los cilindros de un motor dejaran de funcionar, de que el motor se detuviera, de que parara en seco y no diera más de sí. Rudy Valle, 30 o 31 años, porque no sé si los llegó a cumplir, mecánico de profesión, padre de dos hijos, jocoteco de nacimiento, mi amigo, mi hermano, brutalmente asesinado por desconocidos cuando se dirigía a Honduras a saldar una deuda por la venta de motores para lanchas y embarcaciones. Es muy probable que cuando intentaron deshacerse de los cuerpos (el de él y su ayudante), enterrándolos en zanjas cavadas más o menos cerca del tramo de la carretera en donde fueron interceptados, entre el monte, todavía estuvieran vivos, dijeron los médicos forenses que llevaron a cabo la respectiva autopsia y que comunicaron a un pálido y desconsolado hermano suyo, Wilfredo, que se desplazó hasta Honduras (ya habían traspasado la frontera) para reconocer el cuerpo y encargarse, sin saber cómo, de las diligencias de rigor en estos casos. No puedo imaginar el horror de ser enterrado vivo. No puedo imaginar el horror de quien, gracias a ese hálito de vida y a ese ápice de conciencia que perviven como la llama que, pese al viento, se resiste a sucumbir y entregarse a la oscuridad, sabe (cree saber) lo que está ocurriendo: me han golpeado hasta desfigurarme, me han disparado, han creído cerciorarse de mi muerte con el “tiro de gracia” pero sigo vivo, veo una luz borrosa y sigo sintiendo el sabor de la sangre, sigo oyendo cómo me maldicen y se ríen, sigo sintiendo cómo la tierra cae encima de mí como si fuera ropa húmeda, como si fueran retazos de lona mojados, como si fueran costalazos, aunque ya no sé que soy porque no puedo moverme, ya no puedo reaccionar: ¿un cuerpo?, ¿un pedazo de carne caliente y tasajeado?, ¿un costal de huesos astillados y quebrados?, ¿una ilusión que se niega a difuminarse? ¿Habrá recreado la imagen de doña Fulvia, la mujer que lo trajo al mundo, diciéndole que tuviera cuidado, que por favor tuviera cuidado? ¿Habrá intentado aferrarse a la imagen de sus hijos, sonrientes, ignorantes de la fatalidad que se les vendría encima? ¿Habrá intentado despedirse mentalmente de don Milo, ese señor callado y trabajador que le inculcó los valores de la responsabilidad, del servicio y de la humildad que siempre lo acompañaron? La respiración, casi inexistente, se ve totalmente ahogada y la asfixia provoca que todo se detenga, que el motor se pare y que la oscuridad absoluta lo invada, inevitablemente, todo. El sonido de los pájaros, del monte tras las pisadas que huyen, de las palas y los azadones chocando entre sí, de las puertas de los carros, de las pequeñas piedras debajo de las llantas, de los motores que se encienden, aceleran y se marchan. Ese sonido se fosiliza en el aire caliente y se queda adherido a un momento único e irrepetible, acaso inconfundible. Un huracán que nace de la propia tierra se lleva lo último que queda de vida a otra parte, arrancándolo, desgarrándolo, sin misericordia. Alguien forzó el curso de las cosas, alguien quiso que el futuro no llegara, que la dinamita que parasitaba en el tiempo explotara sin pedirle permiso a nadie. Es el sonido del cese, es el sonido de la muerte. No puedo asegurar nada, pero sé que Rudy sonrió, porque Rudy siempre sonreía, cuando dio por perdida la batalla. Maltrecho e irreconocible, sé que mencionó nombres, vocablos familiares; sé que intentó pedirle a Dios que lo perdonara, sé que volvió a Jocotenango e inundó su pequeña casa con su presencia y dijo adiós en un idioma confuso, en un idioma fantasma, en un idioma interno y secreto. Sé que suspiró pensando en su hermana allá en los Estados Unidos, quizás en su sobrina. Sé que intentó aferrarse al instante que ya no le pertenecía y buscó el descanso en la oscuridad y en la calma. El rostro de su mujer y de sus hijos, la constatación de que había que cambiar de estadio, de que la misión había que continuarla allende las montañas, allende los celajes, allende los volcanes, allende el mar por donde transitó y vagó tantas veces en una lancha desde Puerto Barrios ―donde vivió y trabajó por última vez como mecánico―, recolectando mariscos para su familia, para mí, para todos. Dar y darse a los demás, ése era Rudy Valle, y me lo mataron, y no dejaron que me despidiera de él con un buen abrazo y con un “gustazo verte, mi hermano; a ver si venís más seguido y platicamos más despacio”. Sí, me lo mataron como si no significara nada para nadie.


 
 
LA MEMORIA
 

La memoria es ese mecanismo vital con el que retenemos aquello que no queremos que desaparezca. Lo digo así, desde la perspectiva de un nostálgico empedernido, crónico y enfermizo que necesita, como si fuese un plato de comida, rememorar su infancia, su adolescencia, su juventud a diario y procurar que aquello que lo llevó a ser lo que es ahora, si es que es algo, siga vigente y se conserve, que no caduque, que no se enmohezca como sucede con los papeles que guardamos y nadie sabe por qué guardamos. Hablo de mí; ésa es mi tarjeta de presentación. Entiendo y sé muy bien que para muchos no todo aquello que sucedió en el pasado es algo que deba permanecer, que deba conmemorarse; seguramente habrá un buen puñado de recuerdos y de sucesos que sería mejor no haberlos vivido. Hablando en términos sociales y colectivos, también sé que se trate de errores, tragedias o desatinos políticos, muchos sucesos deben recordarse para que no caigan en el olvido (muchos), para que no queden impunes (algunos), para que las nuevas generaciones estén al tanto de ellos. En mi caso, y volviendo al terreno personal, todo recuerdo es sustancial y suele tener un efecto consolador y reparador, independientemente de su naturaleza y de mis tendencias quizás masoquistas, en algunos casos. La memoria y sus mecanismos (gratuitos) me sirven para sentir que no voy desapareciendo, que no me estoy borrando de esta realidad y de esta actualidad a veces infame y despiadada. Quiero permanecer y quiero que el pasado permanezca conmigo porque es, a lo mejor, lo que más pueda explicar lo que he sido y lo que soy actualmente. La última vez que vi a Rudy Valle sentí, ahora no sabría bien explicar por qué ―¿preveía, quizás, que sería la última vez, que ya no habría otra ocasión?―, la necesidad de hacerle una foto, como quien se la hace a algún objeto que le llama la atención. No de hacernos una foto juntos, como hubiese sido lo normal siguiendo el ritual de los amigos que se reúnen a emborracharse y acaban abrazándose y diciéndose que se quieren y que estarían dispuestos a dar la vida por el otro. Ahora veo la foto, la foto que ustedes están viendo, casi la única que tengo conmigo, y puedo recordar exactamente ese momento: madrugada etílica y fraterna en el “sitio” de mi casa, una par de minutos antes de despedirnos. Verla es triste y a la vez reconfortante por lo que significó y significa haber compartido tantos años con él y ser amigos desde niños. Nada se puede hacer más que rememorar esa parte de nuestras vidas. He ahí la labor maternal de la memoria, del deseo de almacenar un gesto, un rostro, un encuentro, una escena, un instante y de devolvérnoslo cuando así lo queramos. Rudy Valle no está pero no ha desaparecido, permanece ahí, quieto, sonriendo, más presente que nunca.


Rafael Romero (Guatemala, 1978)
Madrid, Junio 2012

19.2.13

TRANS 2.0: pura paja ardiente



 
Sucede que de tanta fricción el vapor se hace muerte, liviana, profunda se respira y se guarda en el alma como un amuleto poco sofisticado, como tabaco ansioso de la duermevela,
duermevela sólo palabritas sos para decir la sombra, puro estornudo falso para decir paja,
pura paja ardiente y destilada para seguir bajando como quien baja por la rueda,
por la de Chicago,
la de los que lograron cruzar el río y no dejaron los brazos bajo el tren,
el que pasa,
lento,
paso,
sipués,
tus nalgas por este mazo,
y no termina,
y sigue ardiendo en los pulmones el vapor rancio ese de la muerte
y se nombra, trago espeso pero no trágico señores, no muñecas,
no trágico porque también la muerte baila y le aprieta el huesito animal de la cintura,
la muerte corazón que ya no es la muerte,
ahora es mambo,
ahora es rumba,
ahora es conga
y cuando se malea
también cumbia,
la mami duranguense sacudiendo los tacones y las botas y la hebilla existencial que presume como mi amigo Milton, el de la pistola, el vaquero tremendo que conocí en el desfile, orgullo gay, “¡me encantás, pisado, estás divino, padre!”, algo así anda, pavoneándose como el señor que es, el señor muerte
que rima golpeado como quien dispara
y jala el gatillo de su pistola de agua
con que nos asusta
qué miedo
qué bala
otra vez a mi cama
nos viene a chimar
nos viene a matar

Pero sucede todo tan lento y hace algo de frío esta noche, quizá me sepa más duro el calor de un cuerpo que me cubra, y la ternura sea la bala ardorosa con que debamos, poco a poco señor y señora muerte, negociar de una vez por todas el desangramiento inal de esto que nos compete.



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